Archivo de la etiqueta: Esclarecedor análisis de las piruetas jurídicas que hizo el gobierno para evitar que la reforma ya aprobada se aplicara

REFORMA A LA JUSTICIA, EPÍLOGO PARA CAMALEONES, de Hernando Yepes Arcila

Tomado de POLITICA Y GOBIERNO – Domingo, 15 de Julio de 2012

Un desfile de jurisperitos en trance de repudiar nociones elementales de su ciencia, de proponer rabulerías y soluciones de golilla, intentando convencernos de lo contraevidente.

Final patético

Nuestro sistema institucional acaba de sufrir una dura experiencia en medio de la danza y la contradanza que constituyeron las últimas etapas de trámite de la reforma de la Constitución por vía de acto legislativo. Como resultado de estas extrañas viceversas, una enmienda que llevaba directamente al caos terminó felizmente sepultada, aunque tuvo que serlo por procedimientos heterodoxos.

Ningún sistema institucional está diseñado para enfrentar semejante paradoja, producto de la improvidencia de un gobierno que tras empujar con toda su energía un proceso de reforma constitucional, se empeñó en destruirlo una vez perfeccionado, para evitar males mayores.

No es de extrañar la sensación de encontrarnos ante un callejón sin salida: tanto lo insólito de la situación como la naturaleza de las fórmulas y contra-fórmulas propuestas, todas las cuales apenas enunciadas, dejaron ver su incompetencia o su fragilidad.

El desfile de jurisperitos en trance de repudiar nociones elementales de su ciencia, de proponer rabulerías y soluciones de golilla, intentando convencernos de lo contraevidente, produjo de todo: desde sonrisas compasivas ante la bobaliconada obsecuente y carcajadas batientes frente a los disparates conceptuales más evidentes, hasta tristeza por el modo como algunos de esos juristas —por cierto muy reconocidos— auspiciaron las chapucerías más ridículas en el intento de complacer a los angustiados protagonistas de esta tragicomedia inverosímil.

Malas intenciones

El Ejecutivo construyó la trinchera desde la cual el Congreso pudo emboscar a la justicia, encaminando el régimen constitucional hacia la aniquilación de la autonomía e independencia del aparato judicial que consagró el texto de 1991.

En el contexto de esta operación fue creciendo y ampliándose una auténtica contrarreforma del Congreso encaminada a liberar a sus miembros de todo riesgo de ser alcanzados por la acción de la justicia en castigo a sus faltas a los deberes funcionales, y, llegado el caso, a sus faltas de derecho común.

Se avizoró la resurrección de la inmunidad parlamentaria, magnificada hasta lo inverosímil por la transformación de la Constitución en un capítulo del Código de Procedimiento Penal diseñado como un laberinto donde las culpas se esfuman y los reos desaparecen a fuerza de comparecer ante autoridades convenientemente fragmentadas en su competencia.

El desenfreno de la parranda en la escena final, estimulado por la protección que la soberbia y el hermetismo del gobierno otorgaron a las tropelías incorporadas sucesivamente al texto de la reforma en los ocho debates de rigor, condujo a introducir en el texto extravagancias y demasías que no escaparon al criterio más liviano e indolente.

La rebelión ciudadana se debió a los excesos en el trámite de la conciliación. La apelación al instrumento del referendo revocatorio previsto por el constituyente para la protección del núcleo de la Carta cuando lo amenace el abuso del poder de reforma por parte de los poderes constituidos, aterró a los autores del engendro y los obligó a una fuga hacia adelante.

Se avizoró la resurrección de la inmunidad parlamentaria, magnificada hasta lo
inverosímil por la transformación de la Constitución en un capítulo del Código
de Procedimiento Penal.

El rompecabezas desarmado

Veamos los datos básicos del puzzle cuya solución tuvo que enfrentar el presidente Santos cuando la cólera y el asco de la ciudadanía amenazaron con arrastrar toda posibilidad de reelección a través de una campaña para la revocación de la reforma constitucional:

i. El Acto Legislativo, completo en su trámite constitucional y perfecto como fenómeno normativo desde la perspectiva político–institucional no podía ser puesto en vigencia mediante la promulgación sin causar grave e irreversible daño al funcionamiento del sistema penal;

ii. En el plano jurídico es indiscutible que corresponde exclusivamente al presidente de la República la promulgación del Acto, fenómeno exigido por los artículos 242, 377, 378 y 379 como punto de partida de la aplicabilidad de una reforma constitucional;

iii. La promulgación no es un acto libre del presidente de la República, sino un acto debido, cuya omisión genera responsabilidad;

iv. La promulgación, aparte de fijar el inicio de la obligatoriedad de la reforma, constituye el supuesto imprescindible de su justiciabilidad por la Corte Constitucional y de la reacción ciudadana para derogarla mediante el referendo especial del artículo 377;

v. A su vez la campaña por este referendo lesionaría la posibilidad de reelección del actual presidente, cuya responsabilidad en la producción del estropicio se haría evidente a la conciencia de cada elector;

vi. La virtualidad nociva de la reforma no surge, como quiso hacerlo creer una primera reacción del Ejecutivo, de los impúdicos desatinos que le incluyó la Comisión de Conciliación, sino de todo el articulado que se configuró a lo largo de los ocho debates del trámite como fruto del acuerdo entre parlamentarios y gobierno.

Ilusión jurídica

¿Cómo, entonces enfrentar desde el gobierno la solución de una crisis compuesta por piezas tan difíciles de armonizar? La imaginación y la ignorancia de los juristas áulicos permitieron diseñar una ingeniosa estratagema que bien podría ser considerada una admirable versión de la mentira artística: el trompe l’oeil, el recurso plástico que utiliza los logros de la perspectiva para inducir en el ojo humano la sensación de volumen y tridimensionalidad dentro de un plano. En castellano se alude a él con la poco utilizada palabra “trampantojo”.

En esta técnica de producción de un espejismo se inspiró la fórmula gubernamental para resolver el acertijo. Intentaré describir lo que realmente se esconde detrás de las apariencias propuestas, previa enunciación de los componentes:

i. El primero de ellos fue la formulación de objeciones presidenciales a un proyecto de reforma constitucional completo en su proceso deliberativo y de aprobación. Esta opción era algo que el régimen constitucional descarta, como bien lo tiene establecido la Corte Constitucional en no menos de siete sentencias a través de las cuales dio respuesta a un interrogante que la Asamblea Nacional Constituyente de 1910 respondió para siempre. Los Actos Legislativos no pueden objetarse, porque no admiten sanción presidencial, y esto último, a su vez, responde a la imposibilidad de sujetar los actos de un Poder Constituyente a la voluntad política de un poder constituido.

El atractivo táctico de objetar “por inconveniencia y por inconstitucionalidad” como si se tratara de una simple ley consiste en que legitima, o aparenta legitimar, la omisión de la promulgación, estableciendo una coartada para el gobierno, a efectos de evitarle la sanción por mala conducta. Al mismo tiempo, evita el referendo de efectos abrasivos sobre el prestigio del presidente y, de paso, tendría para el país el beneficio de alejar la entrada en vigencia del acto dañino;

La rebelión ciudadana se debió a los excesos en el trámite de la conciliación.

La objeción puede configurarse bajo una de dos modalidades, a saber, la que impugnaría sólo los desaguisados introducidos por obra de la conciliación parlamentaria, con el resultado de enfocar sobre el Congreso la responsabilidad del engendro, dejando en penumbra las culpas del gobierno. Esta opción debió ser descartada, porque tiene el defecto de permitir que, cuando llegara a promulgarse el texto sin los artículos afectados por la repulsa gubernamental aceptada por el Congreso, se conservarían las normas de la contrarreforma del Congreso susceptibles de ser revocadas mediante referendo del artículo 377, con el consiguiente daño político. De allí que un mejor examen llevó al gobierno a escoger la vía de la objeción a la totalidad del Acto Legislativo, que permitiría el archivo de la reforma, poniendo fin al problema, como efectivamente ocurrió;

Pero la mayor gracia del ardid radica en que, como el tiempo constitucional para el perfeccionamiento de un Acto Legislativo ya había transcurrido completamente y dentro de él se agotó el trámite previsto en la Carta, el de las objeciones formuladas como parte advenediza y supernumeraria del proceso de reforma tendría como escenario uno vedado por la Constitución desde dos ángulos. En efecto: ésta prevé que el Acto Legislativo se procese en dos períodos legislativos consecutivos y ordinarios, es decir, reunidos por convocatoria directa de la Constitución, mientras que en este caso se trataría de un tercer período por convocatoria del Gobierno.

Y aquí viene lo interesante de la ilusión prospéctica: lo que ocurra como proceso de la reforma en un tercer período queda radicalmente viciado de nulidad. Por este medio el gobierno logra el objetivo oculto de envenenar la totalidad del Acto Legislativo. Así emponzoñado, éste no resistiría un somero examen de constitucionalidad, aún si la Corte Constitucional aplicara al efecto el método de lectura del presidente de la Cámara de Representantes.

Alternativamente se propuso al Congreso una solución heroica, la de aceptar de plano las objeciones, como de plano se aceptaron en otro momento las propuestas del gobierno para hacer la reforma. Esta apareció como la mejor solución para el país, no obstante su inconstitucionalidad, pues evita la vigencia, así sea fugaz, del Acto Legislativo; entierra en un solo golpe escénico la reforma espuria y malsana; y nos economiza un arduo y agitado debate de opinión pública, entre cuyos avatares puede esconderse el oportunista regreso del señor Uribe a la escena electoral. Adicionalmente los riesgos que puedan derivar de la práctica de un procedimiento inconstitucional, en el evento de fracaso de la fórmula, recaerán siempre sobre los mismos autores del infortunado trance.

Herida mortal

Se cierra así provisionalmente la escena de una contradanza indigna con un saldo aparente en favor de la vigencia de la Constitución. Sin embargo, no se puede dejar de tomar en consideración el elevado precio de este resultado en términos de institucionalidad y en términos también de la firmeza y limpidez en la conciencia colectiva de convicciones que deben ser parte de su más entrañable patrimonio como fuentes del sentimiento constitucional.

Nuestro régimen constitucional, en felices y osados atisbos tempranos, desató la disputa Schmitt–Kelsen antes de que sus protagonistas llegaran a trabarla.

Enorme y amenazadora potencialidad de daño deriva también de postulados que fueron aducidos en apoyo de la viabilidad de las objeciones, particularmente la doctrina de que el primer garante de la Constitución es el presidente de la República. Nuestro Derecho Público está basado exactamente en la hipótesis contraria, en que la Constitución tiene un órgano jurídico de protección que es la Corte Constitucional y que por ello nuestro ordenamiento la provee de resortes eficientes y eficaces, suficientes para que la salvaguardia del imperio de la ley fundamental constriña la tarea de los demás órganos y de las Ramas del Poder Público a su acatamiento tranquilo y leal.

Nuestro régimen constitucional, en felices y osados atisbos tempranos, desató la disputa Schmitt–Kelsen antes de que sus protagonistas llegaran a trabarla, y lo hizo concibiendo la fórmula que décadas después triunfó en el mundo entero.

La conducta de los intelectuales que propusieron la inversión del fundamento inamovible del Estado moderno para afirmar que a los órganos del Estado les está permitido aquello que no tiene prohibición expresa, es escandalosa y tiene que ser rechazada enérgicamente.

Es preciso defender la vigencia del principio que constituye el primero y el último, el más elemental, y el más definitivo de los bastiones ideológicos de construcción de nuestra sociedad democrática: sólo el ser humano tiene existencia natural y por eso es libre con potencia tendencialmente ilimitada de manera que está exento de restricciones distintas de las que le imponga la ley democráticamente establecida, mientras que el Estado, como ente artificialmente construido por la sociedad para la garantía de la libertad, sólo tiene aquellas facultades y funciones que la misma ley le atribuya de manera explícita.

O como con más sencillez lo escribió en la Constitución de 1886 don Miguel Antonio Caro en texto perdurable cuya versión actual reza: “ART. 6º- Los particulares sólo son responsables ante las autoridades por infringir la Constitución y las leyes. Los servidores públicos lo son por la misma causa y por omisión o extralimitación en el ejercicio de sus funciones” (énfasis añadido).

* Exmagistrado, exconstituyente, profesor universitario y experto en Derecho Constitucional.

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